jueves, 19 de mayo de 2011

El olor del recuerdo

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges (1899-1986)
 
 
 
Me sorprendí oliéndote la ropa.
Como en las últimas décadas, hoy, bajaste a comprar lo necesario para el almuerzo, y yo, quedé encargado de ventilar la habitación, recoger la ropa y hacer la cama.
Y hoy, como tantas veces antes, me entretuve en la tarea de la recogida de ropa.
Cada prenda desprende un olor único y personal. No voy a entrar a discutir ahora de donde nace la evocación que me producen dichas prendas, pues ya desistí a pelear por lo que para mí es un llamado de la naturaleza y para ti solo una cuestión de suavizantes. No recuerdo cuando adquirí este hábito, sin embargo recuerdo que llevo una vida haciéndolo. Al principio creía que se me pasaría, pero con los años me di cuenta que solo era otra manera más de tenerte a mi lado siempre. Y eso teniendo en cuenta que mi mente doblegada por los achaques de la edad ya no es lo que era.
Salta en el tiempo con violencia, alterando el orden y el propósito de mis recuerdos.
A veces me olvido si te cogí de la mano y te besé en la mejilla, o si por el contrario fue al revés. En otras ocasiones, creo que tú te acercaste a entablar conversación primero, cuando por otro lado recuerdo, como llorabas el día de la boda de nuestro hijo cuando conté como me presente ante ti.
La memoria me traiciona y convierte lo que fue en lo que pudo haber sido.
Ni siquiera sé a ciencia cierta si en verdad alguna vez fui escritor, o simplemente tú me convenciste de ello.
Solo sé lo que ni la mente borra, que en verdad estuviste junto a mí todo el tiempo, que me quisiste por tantos años como yo a ti.
Que aún hoy, se me ponen los pelos de punta y algo se retuerce en mi estomago, cuando me pasas la mano despacio por el cabello con tanto cariño.
Que se me siguen inundando los ojos cuando me susurras te quiero.
¿Y todo esto fruto del suavizante? ¡No, yo no lo creo!
La enfermera regresa a la habitación.
En momentos como este es mejor abandonar la escena y observarla desde la distancia como un narrador omnisciente.
La mano temblorosa del anciano, sujeta un viejo jersey de lana de colores, la enfermera lo mira preocupada, en su rostro no hay indicio alguno que muestre que se acuerda de ella.
Se le encoge el corazón con cada paciente de alzheimer.
Cuando la llama, no pronuncia su nombre, por el dolor en su tono, tal vez sea el de su mujer.
Hace diez años que murió, tantos como se le prolonga esta enfermedad.
Sus hijos tienen la esperanza de que solo sea sicosomática, aunque la pequeña empieza a perder la esperanza.
Cuando descubre que no es su mujer que vuelve de la compra, sino la enfermera del asilo con su medicación, estalla violentamente.
Gritos, llantos, golpea con ira todo cuanto hay en la habitación. Los ojos fuera de su orbita. En su rostro toda una vida de pesar.
Dos jóvenes celadores lo sujetan con fuerza, y lo arrastran hasta la cama, donde el médico le inyecta una sustancia que lo relaja, sumiéndole en un estado de semiinconsciencia.
Vuelve a ser joven y pasean de la mano.
El narrador, convertido en proyección astral, abandona su cómoda posición y vuelve a introducirse en su pecho, dejando que cada uno de los sentimientos ahí latentes se apodere en primera persona de su discurso.
A veces la mente me juega malas pasadas, seguida de pequeños momentos de lucidez. Recuerdo el día en que la tomé de la mano, diez años atrás en el hospital, y me despedí de ella.
Aquejada de un cáncer de riñón, en un estadio avanzado, albergaba la esperanza de una operación para extirparlo, aunque las posibilidades de que su débil corazón sobreviviera aun cuando la operación fuera un éxito, eran muy remotas.
La miré a los ojos y le dije que la había querido todos estos años como el primero, con la misma pasión, con la misma intensidad. Le besé suavemente en los labios y le di las gracias, por cada minuto compartido, por hacerme el hombre más feliz del mundo, y por convertirme en padre primero, y en abuelo después.
Enjuagué la primera de un millón de lágrimas posteriores, para escuchar las que a posteriori, serían sus ultimas palabras.

-No se dan las gracias por eso cariño. Yo también te he querido todos estos años de la misma manera, te lo dije una vez y lo cumplimos, contigo fue una historia distinta, una historia perfecta.

Tengo pocos momentos de lucidez, pero en ellos puedo evocar su recuerdo completo, su rostro, su mirada, su manera de ser, y aunque la medicina no lo pueda demostrar, en mis pensamientos estaba mi ser, y si ahora no me funciona muy bien la cabeza, no es porque sea un viejo senil que deba ser tratado como un niño, sino porque una vez fui un hombre y amé, y cuando mi amor se fue, partió con el.
Y ahora no me funciona muy bien la memoria. Lo que me recuerda que ya me he distraído. Esta a punto de llegar de la compra y ni siquiera he doblado toda la ropa y la cama esta sin hacer.

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