miércoles, 4 de mayo de 2011

Café, ¿sólo?


Tan solo oír su nombre le producía un cosquilleo desde los dedos de los pies hasta la coronilla.
Lo conocía desde al menos un lustro. 
Siempre había sido amable con ella. 
Le servia diariamente su café con tostada al gusto. La rebanada de pan de molde a medio tostar con una cucharadita de mermelada de albaricoque perfectamente extendida, cubriendo todo el dorso. El café con leche desnatada, del tiempo, y corto de café, con un sobre de sacarina. Nunca la miraba directamente a los ojos, aunque siempre le dedicaba la mejor de sus sonrisas.
En secreto desearía tomarla de la mano y dispensarle todos los cuidados que le pudiera demandar. Sin embargo, siempre había sido un chico muy tímido, lleno de complejos y totalmente ajeno a la impresión favorable que su gran atractivo físico provocaba en las mujeres. A causa de esto se había convertido en un ser muy introvertido con serios problemas para relacionarse con otras personas, especialmente del sexo contrario.
 Para su desgracia su miembro viril era un ente descomunal con vida propia de un grosor extraordinario. Sus primeras relaciones sexuales no acabaron de una manera satisfactoria. Los gritos de la chica, que ignoro desinhibido a causa del frenesí, fueron el preludio de una situación bastante incomoda ante los padres de esta y posteriormente de la policía. Aunque de algún modo que el desconocía, su familia se había ocupado de que no fuera el caso a mayores, pues eran bastante influyentes en círculos muy poderosos.
Años más tarde cuando su madre se lo reprochó y lo llamó sucio cerdo, abandonó el hogar familiar y partió en busca de un futuro mejor, lo que irónicamente le llevo hasta la cafetería en la que aún trabaja.
Rose también lo deseaba en secreto, aunque nunca haría nada que pudiese poner en peligro un matrimonio de 22 años de duración bendecido con dos preciosas hijas. Era muy joven cuando conoció a su marido, un muchacho pelirrojo de una extrema delgadez, que fabricaba barcos en un astillero. Tan solo dos años después, al cumplir la mayoría de edad tuvieron a su primogénita.
Aunque la sonrisa que cada día le dedicaba Bernard le producía un hormigueo en el estomago que ya no creía recordar.
Aun hoy, se estremece al ver su sonrisa, aunque fuera desde el escaparate de la cafetería. Se sigue culpando por la fatídica noche en que la lluvia la sorprendió sin paraguas y se internó en el café a resguardarse del tiempo.
La blusa transparentada, mostrando los perfectos senos embutidos en un sujetador negro de encaje. La respiración acelerada, el creía que jadeaba de placer. Nunca le perdonó, pero nunca lo acusó, pues en su interior nunca fue capaz de entender que ella no lo había provocado.
Las medias rotas, la sangre en su labio, tal vez la había abofeteado, pero no lo recordaba, estaba mareada. En cuanto regresó a la calle vomitó todo lo que había comido. Le dolía tan adentro de sus entrañas, que temía caer al suelo y no poder levantarse.
Sus manos la apretaban el cuello privándola del aire, no podía apartar la vista de la comisura de sus labios, donde se formaba un hilillo de babas. El aliento adulterado por el alcohol y el tabaco, un hedor más espantoso que una bañera de sudor.
Durante todo el trayecto a casa, y en los años siguientes, nunca llegó a entender que convirtió a un ser tan amable, en la mayor de las bestias.

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